En el cementerio Jerusalén de Arequipa, Adán Romero trabaja entre el miedo y la tristeza, porque la COVID-19 no solo arrebata vidas, sino también deja huellas imborrables. En su caso, sobrevivir se conjuga a diario entre muertos y heridos.
Juan Pablo Olivares
@juanpablo.olivaresmiranda
Adán Romero, de setenta y nueve años, trabaja desde hace más de tres décadas como sepulturero en el cementerio El Ángel de Arequipa, conocido como Jerusalén. El campo santo se ubica en la parte alta del distrito de Mariano Melgar y se extiende sobre un polvoriento e inmenso cerro que mira a toda una ciudad urbanizada. Es uno de los más grandes y pobres. Ahí se entierran a diario al menos a cuatro víctimas de la COVID-19.
Adán —un hombre delgado, con manos terrosas y cara cubierta con una mascarilla— viste un mameluco para prevenir el contagio de la COVID-19. Llega al cementerio a las ocho de la mañana, junto con sus dos hijos, José y Pablo. Armados con picos y palas, abren huecos de metro y medio de profundidad, dos metros de largo y un metro de ancho. Le pagan doscientos soles por el trabajo. “Los familiares me llaman y me contratan. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo haría? En tiempos de pandemia, es necesario”, dice Adán, sudoroso y con sus manos llenas de ampollas.
Aunque está acostumbrado a lidiar con la muerte, la pandemia le puso la prueba más difícil de su vida. Adán es consciente de que es una persona vulnerable a la COVID-19, pero la necesidad económica para sacar adelante a su familia lo obliga a ser testigo diario de cómo la gente se desmaya por el dolor de perder a un familiar o un amigo.
Asegura que, si de por sí la muerte es triste, con el coronavirus lo es aún más. Algunos lo aceptan con resignación, y otros buscan consuelo. Adán es un veterano con sentimientos y, mientras abre el segundo agujero del día, dice que la muerte es un viejo amigo del hombre, pero reconoce tener miedo a que llegue el día en que sea a él a quien metan al hueco.
✍ Trabajo final del Curso Virtual Crónicas Contra el Olvido, dictado por el maestro Eloy Jáuregui en la Escuela de Comunicaciones Artífice (ECA).