El Centro Comercial Unión Calzamundo, en el Cercado de Lima, acoge a gran número de comerciantes que comenzaron como vendedores ambulantes. Uno de ellos es la Gringa, quien llegó al lugar desde Lamas, en San Martín, en la década de los noventa.
Nino Ramos
@NinoAbelRamos
Lilly Panduro Rodríguez sale de su casa, ubicada en el jirón Sullana del Cercado de Lima, a las ocho y treinta de la mañana, y se dirige a la avenida Colonial para tomar la combi que la llevará a la plaza Dos de Mayo. Su destino es el Centro Comercial Unión Calzamundo, ubicado en la avenida Guillermo Dansey 351 del mismo distrito. La Gata, como la llaman en su natal Lamas, pasó a ser la Gringa desde inicios de 1991, año en el que llegó a trabajar en ese establecimiento.
Le dicen la Gringa por su evidente color de pelo (rubio), además de haber nacido con ojos verdes y tener la piel tan blanca como la nata. Desborda carisma y una picardía propia de las personas de la selva, de baja estatura, y un lenguaje ameno y jovial que intercala con lisuras y bromas rojas que sacan más de una carcajada a sus amigas de piso. Es toda una avispa.
De la selva a la urbe limeña
La Gringa llegó a Lima en 1987 procedente de Lamas, un pueblo rural ubicado en la provincia homónima del departamento de San Martín. “Antes, los antiguos creían que las hijas mujeres no debían estudiar y que solo debían servir a sus maridos”, dice mientras se sienta en la puerta de la tienda en la que vende zapatillas. “Además, mi papá era un nazi. No quería que me juntara con un morocho y me corrió de mi pueblo amenazándome con matarme”, añade.
En 1987, Lilly tenía diecisiete años y había llegado a la casa de un familiar —la residencia se ubica en la avenida Naciones Unidas del Cercado de Lima, entre el jirón Sullana y la prolongación Arica—. “Llegué a trabajar con la señora Suiza Reátegui Tuesta… la viejita era buena conmigo”, recuerda. La viejita, como la llama Lilly, le ofreció trabajo como ama de casa. De ese tiempo, la Gringa recuerda haber aprendido a coser, a cocinar los gustos de su jefa y a conocer la ruta para llegar al Colegio Micaela Bastidas, institución ubicada en el jirón Restauración 750 del distrito de Breña, donde terminó su secundaria con veinte años.
La Gringa me dice que, antes de llegar a trabajar en el centro comercial, tuvo que sortear las vicisitudes que parecen agobiar a muchos migrantes. Después de tres años de permanecer en la casa de la señora Suiza, la hija de la señora la botó de la casa porque cogió su escoba. “En verdad, fue porque su mamá me quería mucho y ella sentía envidia. La señora no hizo nada: ella era su hija, pues”. Luego, pasó a trabajar a la casa de una enfermera llamada Rosa, pero no recuerda su apellido. “Allí estuve solo unos meses, porque su esposo me acosaba. Él era contador y era mañoso. Mi pareja, el papá de mis hijos, fue a sacarme de ahí y casi le pega al señor”.
Entre sueños y pesadillas
Del amor habla poco. Su rostro parece ser esquivo al tema y prefiere pararse y llamar a las personas que caminan por el pasillo del centro comercial. Al final, dice que su esposo es un mal hombre, un borracho y que lo mejor para ella y sus dos hijos hubiera sido no meterse con él. No insisto.
Comenta que el negocio está bajo y que piensa irse a trabajar a la avenida Grau. Dice que el centro comercial no es el mismo que cuando se llamaba la Chanchería. De ese tiempo recuerda que había gente atiborrada en las calles, vendedores ambulantes que se apoderaron de la plaza Ramón Castilla y de las avenidas Argentina, Alfonso Ugarte y la avenida donde trabaja ahora.
Después de salir de la casa de la señora Rosa, trabajó en la casa de la familia Rizo Patrón, exactamente para un señor del que tampoco recuerda su nombre, pero sabe que era gerente del extinto Banco Wiese Sudameris. En ese entonces, su pareja era guardaespaldas del exsenador Raúl Ferrero Costa. Era 1991.
Lilly menciona que durante todo ese periodo no recibió ayuda de su familia. “Estaba sola”, me dice con voz quebrada. Pero su historia de vida parece haberle dado el tesón para retomar su vida. Primero, respira. Luego, continúa con otro ánimo, muy distinto al que había mostrado. Ahora, con un poco más de confianza, cuenta, casi susurrando, que gracias a la señora Melchora tuvo un lugar para vivir. La Gata alquiló un espacio en un quiosco de venta de periódicos que lo utilizó por algunos meses para dormir. “La señora me cobraba diez soles al mes, era barato, pero lo mejor era que la señora me quería mucho”.
Su relato continúa con un recorrido por lugares de los que no tiene buenos recuerdos. “Pasé a vivir en la casa de una de mis primas, en San Martín de Porres, en un cuartito pequeño; después, en la azotea de la casa de un familiar del papá de mis hijos, y, luego, en una cochera. Al menos ya no estaba sola, sino que me acompañaba mi hijo mayor, porque el menor se había quedado con su papá”.
Más allá de las estadísticas
Las vicisitudes que parecen agobiar a muchos migrantes son la aparente dificultad para encontrar trabajo, la evidente discriminación étnica y la falta de lazos de apoyo, seguido de una desventaja en términos de enseñanza educativa. Según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), en el periodo 2012-2017, el departamento de Lima y la Provincia Constitucional del Callao concentraron el 42,2 % de la población migrante, es decir, 605 458 personas dejaron su lugar natal para llegar a la capital del Perú.
La entidad estatal también presenta datos relacionados con los censos de 1961, 1972 y 1993, este último corresponde al periodo en el que la Gata llegó al Cercado de Lima. Para 1961, el INEI registró un total de 822 598 migrantes en Lima Metropolitana; en 1972, la cifra ascendió a 1 512 093, y en 1993 llegó a 2 492 367.
Al respecto, la Gringa comenta que en su trabajo hay muchos amigos y amigas que conoció cuando recién llegó a la capital. Menciona que todos eran ambulantes y que ocupaban las calles con sus plásticos y carretillas. “En ese tiempo era un boom. A este lugar le decían la Chanchería. El negocio no faltaba… alediantre lo que se vendía. Ahora no es lo mismo, y con la pandemia todo está muerto. Pero la gente supo hacer plata y ahora tienen varias tiendas acá y en Grau”.
Le pregunto por sus amigos y amigas, y dice que muchos son de Ayacucho, Cusco, Huaral, Cajamarca y Venezuela. “Ahora hay un montón de venecos trabajando aquí”. La Gringa no sabe que veneco o veneca es una forma despectiva de llamar a las personas de origen venezolano, pero no cabe duda de que lo hace con inocencia, porque solo repite lo que sus amigas de piso mencionan.
Así como esta, hay muchas historias de inmigración impostergables, debido a malos manejos gubernamentales en el país bolivariano, pero también hay otras historias de desamor, de cholos y serranos, y de un sinfín de deseos que se cumplieron y otros que no se hicieron realidad pese a llegar a la capital del país.
✍ Trabajo final del Curso Virtual Crónicas Contra el Olvido, dictado por el maestro Eloy Jáuregui en la Escuela de Comunicaciones Artífice (ECA).